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En la universidad era despistada, nunca estudiaba para
parciales, no llevaba cuadernos y era individualista, odio admitirlo, pero
cuestionaba demasiado las ideas ajenas.
En el hogar soy mala, no sé doblar ropa y fracaso
en cualquier oficio. Soy demasiado mediocre y por eso no puedo
estregar un piso hasta sacarle brillo, con el olor a Pinolina me basta.
Sé producir noticias pero de muy baja calidad, no puedo hacer mucho sin inventar historias, personajes o situaciones. Tampoco me apasiona propagar información sobre esos que denigran la cultura, como esa farándula desgastada y mentirosa que se parece al cuento chino del tal "sueño americano".
No me apasiona entrevistar a un presidente, endiosarlo, empujar a diez periodistas para preguntarle sobre las decisiones tomadas desde su Fuero Presidencial mientras olvido que se embolsilla veinte veces el salario de un ciudadano promedio.
Escogí el periodismo como carrera por dos razones: la primera: recordar a los olvidados, y la segunda, el miedo a fracasar escribiendo. Temí, es más, temo no lograr —irónicamente— lo único para lo que soy buena. O más o menos buena.
El caso es que lo hago y no
encuentro más que hacer en mis momentos de desocupación. Me desbarato sobre el papel y no puedo pasar un solo día sin escribir ni una página, aunque esté repleta de basura. Mis
descansos se basan en escribir y escribir, y como soy tan perezosa, no puedo
parar de hacerlo.
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